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Las Bienaventuranzas – Catequesis

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¿Qué son las bienaventuranzas?

Las bienaventuranzas son las ocho fórmulas que Jesús enseñó en el sermón de la Montaña para obtener la verdadera felicidad.

¿Cuáles son las ocho bienaventuranzas?

Las ocho bienaventuranzas son:

Dichosos los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los mansos porque ellos poseerán la tierra.
Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen gran deseo de hacer lo que más agrada a Dios, porque su deseo será satisfecho.
Dichosos los que son misericordiosos porque ellos obtendrán también misericordia.
Dichosos los puros de corazón porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan para obtener la paz porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los que padecen persecución por hacer lo que Dios manda, porque de ellos es el reino de los cielos.

Dichosos los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.

No se refiere a la pobreza material como tal, sino a la humildad interior: quien reconoce que necesita a Dios, que no se basta a sí mismo, y pone su confianza en Él y no en bienes, poder o propio mérito. Esa actitud abre la puerta al Reino.

Dichosos los mansos porque ellos poseerán la tierra.

La mansedumbre no es debilidad, es dominio de sí con paz: quien no responde con violencia ni rencor, quien actúa con paciencia, serenidad y caridad. Cristo promete que esta virtud —tan contraria a la violencia del mundo— es la que realmente hereda la plenitud.

Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados.

Es el llanto de quien sufre sin rebelarse contra Dios, o quien llora por el pecado o el mal del mundo. A ellos Dios promete un consuelo verdadero, no pasajero: consuelo eterno, justicia final y reparación en Él.

Dichosos los que tienen gran deseo de hacer lo que más agrada a Dios, porque su deseo será satisfecho.

Es la llamada “hambre y sed de justicia” evangélica: el ansia profunda de vivir según la voluntad de Dios, de cumplir su ley y de que el bien reine en el mundo. Dios mismo saciará ese anhelo, haciéndolos santos y colmándolos con su gracia.

Dichosos los que son misericordiosos porque ellos obtendrán también misericordia.

Los que perdonan, ayudan, comprenden, acompañan y no niegan al hermano el bien que pueden hacer. La medida de su misericordia será la medida del trato que recibirán de Dios: quien se parece al corazón de Dios, recibirá de Él lo que él da a otros.

Dichosos los puros de corazón porque ellos verán a Dios.

La pureza de corazón no es solo castidad: es amar a Dios sin doblez, sin intereses ocultos, sin duplicidad, sin vivir en pecado consentido. Un corazón limpio percibe a Dios ya en esta vida y lo verá claramente en la vida eterna.

Dichosos los que trabajan para obtener la paz porque ellos serán llamados hijos de Dios.

No es “pacíficos” sino constructores de paz: los que rompen odios, reconcilian, evitan divisiones, siembran concordia y justicia. Los que reflejan al Padre que es Dios de paz: por eso serán reconocidos como Sus hijos.

Dichosos los que padecen persecución por hacer lo que Dios manda, porque de ellos es el reino de los cielos.

No se habla de cualquier sufrimiento, sino de sufrir por fidelidad a Cristo y al Evangelio. El mundo rechaza a quien vive en la verdad, pero Dios promete a estos fieles la misma herencia del Reino que prometió a los santos mártires.


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